I. La caridad cristiana (siglo XVI a siglo
XIX).- Fue promovida por las órdenes religiosas (especialmente dominicos y
franciscanos).
Construyen
infraestructura para cuidar y proteger a niños abandonados, ancianos solos,
mujeres viudas, discapacitados, y menesterosos.
Construyen
hospitales para amparar (dar hospitalidad) a gente sola, que no tenía a donde
ir o en donde pasar la noche; algunos se convierten en verdaderos centro de
adiestramiento, como es el caso del que construyó Vasco de Quiroga en
Michoacán; también organizan loterías, y construye dispensarios médicos.
II. La
responsabilidad pública (a partir del siglo XIX). No es casual que la
responsabilidad pública, en materia social, sea asumida por el Estado sólo a
raíz de la separación de las funciones que tenía entrelazadas con la iglesia
católica, especialmente a raíz de que el partido Liberal arribó al poder a
mediados de la década de los cincuenta de ese siglo.
A partir de
entonces se conforma según algunos o se consolida según otros el Estado
Nacional. Éste reivindica el espacio que le compete y reordena el espacio de
las órdenes religiosas y de las iglesias. Se construye el Estado laico y la
paternidad del Estado sobre la nación. El Estado precisa sus funciones: asume
la tutela y el esfuerzo de proteger a otros y la tarea de prestar servicios.
Esa política se
define con claridad desde la Ley de Descentralización de los bienes
eclesiásticos de 1856 y la Constitución de 1857 y se profundiza en los años
inmediatamente posteriores, en la medida en que el partido Conservador y la
iglesia católica se oponen y propician la intervención francesa y el imperio de
Maximiliano. El 12 de julio de 1859 el gobierno de Benito Juárez da una Ley de
Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos. Le siguen una Ley de matrimonio
Civil del 23 de julio de 1859; una Ley Orgánica del Registro Civil, del 28 de
julio del mismo año; un decreto que prohíbe al clero intervenir en los
cementerios, del 31 de julio del año mencionado; otro decreto que define los
días festivos y prohíbe la asistencia oficial a los actos de la iglesia, del 11
de agosto del mismo año; una Ley Sobre Libertad de Cultos, del 4 de diciembre
de 1860; un decreto que seculariza los hospitales y establecimientos de
beneficencia, del 2 de febrero de 1861; y un decreto por el que se declara
extinguidas las comunidades religiosas, del 26 de febrero de 1863.
En virtud de esa
política el gobierno de Benito Juárez da una estructura jurídica que expropia
toda la infraestructura religiosa, los espacios construidos por las órdenes
religiosas, los dispensarios médicos, las loterías organizadas por la iglesia
católica y forma la Lotería nacional, para convertirla en el instrumento con
que el Estado busca financiar la política de servicios. A la vez, va
conformando la beneficencia pública, cabe decir, la facultad del gobierno de
“cuidar, dirigir y mantener los hospitales y establecimientos de beneficencia
que se encontraban en manos de la Iglesia, encomendó su administración a la
Dirección General de Fondos de Beneficencia Pública, la que se constituyó por
Decreto el 2 de marzo de 1861.”
“El Decreto de
creación otorgó a esa Dirección General amplias facultades para administrar las
fincas, capitales y rentas pertenecientes a los establecimientos, así como los
recursos fiscales y los provenientes de particulares destinados a propósitos de
Beneficencia.
En 1867 un nuevo
decreto transformó aquel órgano en junta, a la que denominó Dirección de
Beneficencia Pública, cuyas facultades y personalidad jurídica le permitieron
administrar con amplitud el Patrimonio de la Beneficencia Pública.”
Durante el
porfiriato se dan leyes y se crean departamentos administrativos; se proponen
escuelas para ciegos y sordos; y se maneja la beneficencia como un asunto
público y privado.
III. La
revolución de 1910-1920 y la etapa postrrevolucionaria.- La llamada Revolución
mexicana articuló un Proyecto de Nación que propuso a la justicia social como
el eje sobre el cual debía rotar la política de reivindicación social; lo cual
vino a reconocer la existencia de la injusticia social y, la existencia
también, de responsables claramente identificables: esos pocos que tenían
mucho. A partir del concepto de justicia social el grupo triunfador articuló
una política social; asumió que el estado nacional es el principal responsable
de procurarla y el único capaz de construir la infraestructura necesaria para
llevar la justicia social a todos los habitantes del país; los bienes que debía
crear y ofrecer eran principalmente: educación, salud, alimentación y vivienda.
El estado asumió
que era legítimo porque había surgido de una revolución social, la primera del
siglo XX, por lo que se proclamó representante y defensor de la sociedad
agraviada (principalmente la que había ofrecido generosa su sangre: la del
medio rural, mayoritaria durante la primera mitad del siglo XX), y construyó
una idea de mejoramiento (progreso), movilidad y movilización social. Para
conseguir su objetivo la revolución debía ofrecer empleo para todos impulsando
la formación de bienes y servicios, de infraestructura (carreteras, obras de
riego y electrificación, productos energéticos, etc), formar una planta
productiva propia sin olvidar nunca su idea de fortalecer un sector privado
próspero y cada vez más poderoso; si este sector no era capaz de ofrecer empleo
para todos el Estado debía hacerlo creando empresas paraestatales o rescatando
las que el sector privado llevaba a la quiebra. En ese esfuerzo apoyó al sector
privado con leyes y disposiciones que lo eximían de impuestos, la subsidió con
precios especiales en los bienes y servicios públicos que el estado generaba y
transfirió recursos públicos a su socio de múltiples formas; protegió la
ineficiencia productiva de la burguesía con leyes proteccionistas que la
resguardaban de la competencia externa y asumió su incapacidad competitiva
promoviendo una política de estabilización de precios. En ese esfuerzo el
estado contrajo una pesada deuda pública externa que lo obligó a dejar a un
lado su papel de promotor del desarrollo, y todavía tuvo que escuchar los
improperios que la iniciativa privada, su eterna protegida, le lanzó a la cara
cuando el sueño mexicano se vino abajo.
Como el Estado
revolucionario ofrecería empleo a todos, o casi todos, también habría seguridad
social para todos o casi todos; el Instituto Mexicano del Seguro Social era la
expresión más clara y diáfana de la seguridad social. Si ésta no alcanzaba
siempre estaría la asistencia social, de lo cual se había ocupado el gobierno
de Lázaro Cárdenas desde 1936, creando la Secretaría de la asistencia Social.
La asistencia social y la seguridad social eran piedras angulares para alcanzar
la justicia social. Para hacerlas posible el Estado construyó la
infraestructura que las circunstancias le demandaban y nunca era suficiente,
generalizó la oferta de educación primaria y formó un ejército de profesores, y
otro ejército de médicos y enfermeras. El Estado tenía su partido único, su
historia de bronce, un concepto de nación y una sola nación, una cultura y una
hora nacional, una universidad nacional, un libro de texto para todos los niños
y, además, no reconocía otra raza asentada en el país que no fuera la mexicana,
para los indígenas había una política que consistía en orientarlos para que
dejaran de ser indios y se convirtieran en verdaderos mexicanos.
Pero la política
de industrialización generó el crecimiento desordenado de las ciudades, la
población se volcó del campo a la ciudad y acrecentó las obligaciones del
Estado en materia de infraestructura urbana y de servicios. En la década de los
setenta disminuyó el crecimiento económico, el Estado asumió un protagonismo
mayor y se endeudó todavía más para mantener los índices históricos de
crecimiento económico. En la segunda mitad de esa década se incrementó la
inflación y el presidente López Portillo recomendó aprender a vivir con ella
porque era consustancial de nuestro sistema. El déficit y el gasto público se
elevó, la deuda pública se disparó y el presidente reconoció que un gobierno
que devalúa ---el peso--- se devalúa. El gobierno perdió su papel protagónico y
la derecha lo acusó de todos los males. Entonces cobró más fuerza la idea de
reformar al Estado, que por otra parte ya se había venido reformando.
IV. La derecha
se adueñó del poder, a la sombra de un régimen que insistía en llamarse
revolucionario porque había surgido de un partido que así se llamaba, y
prosiguió la reforma del Estado, a su modo; inició con una política de ajuste
económico brutal, la economía nacional vivió una década en que prácticamente no
creció, y, con ella, la seguridad y la asistencia social. La derecha se
desentendió de la promesa de empleo y seguridad social para todos. Se hizo
familiar las nociones de crisis y combate a la pobreza. Se manejó el discurso
de municipalizar, descentralizar, acercar los servicios a los espacios locales,
racionalizar el gasto; se dijo que era necesario desconcentrar y descentralizar
y una reforma administrativa que permitiera hacer más con menos, y evadir la
ilegitimidad y la insustentabiliadad del régimen. El gobierno de derecha
buscaba la forma de desprenderse de las obligaciones que habían contraído los
gobiernos que se apellidaban revolucionarios, arrojándolas a los Estados, los
municipios y otros entes sociales, porque quería ajustar su déficit y el gasto
público que sus teorías le cuentan son los responsables de la inflación.