El proceso desnacionalizador de la economía del país inició con la firma
de la Carta de intención signada con el FMI en 1982.
Este proceso no ha sido resultado de
leyes económicas infalibles, ni siquiera el resultado no deseado generado por
la globalización. “Se trata de decisiones políticas tomadas por actores
específicos a favor de grupos de interés bancario-empresariales identificables,
ya que algunos de los principales beneficiarios locales son anualmente
registrados en la ‘lista dorada’ de megamillonarios que ofrece la revista
empresarial Forbes.”[1]
Estamos hablando de un proceso de
dominación internacional y de intereses de clase. El grupo político dueño de
“el poder presidencial en México desde 1982 consideró oportuno y de su interés
aliarse con intereses internos (neooligárquicos) y externos; y plegarse a las
directrices de los organismos financieros por medio de los cuales Washington
articula los intereses de su aparato empresarial y de seguridad. El proceso de
toma de decisiones en materia de política económica se ha desnacionalizado de
manera paulatina. La política de inversión extranjera y de comercio exterior,
así como la desnacionalización y privatización de empresas públicas, no han
sido procesos que respondan a criterios, modalidades y ritmos endógenos
propiamente, sino a necesidades temporales y materiales del exterior,
expresadas por medio de ‘sugerencias’, con gran fuerza persuasiva por medio del
FMI y el MB, con la imprescindible cooperación de la tecnocracia local y de un
reducido círculo de banqueros y empresarios cuyo enriquecimiento ha sido
permitido por el presidente en turno, muy a la usanza del Porfiriato.”[2]
Los funcionarios mexicanos entreguistas
se olvidaron del “’interés público nacional’ para favorecer los intereses
privados de los acreedores y de un puñado de empresas locales altamente
dependientes de insumos del exterior, principales beneficiarias, junto con las
grandes empresas multinacionales, del esquema de ‘orientación hacia fuera’ de
la economía.”[3]
Así se privatizó y extranjerizó la
reserva minera, el sistema bancario, parte de la industria petroquímica y
petrolera, propiedad rural (en fronteras y costas), ferrocarriles, entre otros.
Las líneas de mando de la política
económica ha pasado a manos extranjeras, al tiempo que la política económica
favorece a estos y sus socios locales. La política comercial del país se
modificó mediante una apertura unilateral a favor de los exportadores
industriales y de granos de Estados Unidos, a cambio de dos créditos del Banco
Mundial –medida que devastó el aparato productivo nacional--, y dos
préstamos más para las exportaciones. Dichos préstamos apenas fueron por mil
millones de dólares, pero sirvieron a Estados Unidos para ajustar “la política
comercial mexicana a las necesidades de sus empresas agrícolas, productoras de
granos y manufacturas.”[4]
“La apertura comercial fue producto de
los préstamos mencionados, destinados, según el BM, a crear una ‘masa crítica’
dentro del gobierno y la opinión pública sobre la conveniencia de,
‘reestructurar’ nuestro comercio.”[5]
A cambio de los créditos el “gobierno
mexicano” liberalizó la mayor parte de la producción interna, sobre todo
nacional, en tanto que protegió a corporaciones multinacionales con domicilio
en Estados Unidos –caso de ALETEX-- y a industrias de propiedad
extranjera, como es el caso de la industria automotriz.[6]
La influencia decisiva que el BM-FMI
tienen en la política económica del país es un asunto de seguridad
nacional, porque afecta la vida económica y social del pueblo mexicano.
Según el mismo Banco Mundial, en mayo de 2000 una cantidad de mexicanos
conservadoramente calculada en 56 millones 870 mil personas (entre el 54 y 58
por ciento de la población) se encuentra en situación de pobreza o
ultrapobreza. La responsabilidad del Fondo Monetario Internacional en esta
situación se debe a sus recomendaciones compulsivas dócilmente acatadas por el
“gobierno mexicano”, que a continuación mencionamos:
1. Su recomendación de reducir el gasto
público en inversión productiva;
2. su insistencia en que sea eliminado el
déficit presupuestal, eliminando, a su vez, los subsidios para la industria y
el campo, así como para alimentos y transportes, y para la promoción de la
educación media superior y superior;
3. su orientación para que el gobierno
mexicano reduzca el gasto público dirigido al funcionamiento de la
administración pública, lo cual disminuye los puestos de trabajo en el Estado y
despide burócratas, así como la privatización de paraestatales;
4. su insistencia en que México continúe con
la desregulación que sólo beneficia a los banqueros y al gran comercio;
5. la negativa del gobierno mexicano en dejar
sin control el incremento de los precios, dando por sentado que no se puede
adoptar esa medida por tratarse de una medida casi antinatural y antieconómica,
lo cual sólo redunda en la libertad empresarial para ampliar sus ganancias;
6. su decisión de no gravar al capital y
controlar los incrementos salariales;
7. el
condicionamiento del BM-FMI para acceder a créditos, a cambio de la apertura
indiscriminada a la inversión extranjera y a las mercancías foráneas. En
contrapartida esos organismos compelen al pago del servicio de la deuda, no
limitar la fuga de capitales, términos de intercambio desfavorables para
nosotros, pago de regalías altas y a tiempo, etcétera;
8. compulsión
para que el país mantenga una política cambiaria flexible, que
entren y salgan los capitales nacionales y extranjeros libremente, es decir,
libertad para que el capital extranjero saquee libremente al país; por eso en
los “ajustes” del FMI “’lo primero que exige al país endeudado es que elimine
todo tipo de controles cambiarios’.”[7]
9. “se
considera fundamental la libre oportunidad para especular en las bolsas de
valores locales, en los llamados ‘mercados emergentes’, donde se ‘bursatilizan’
y rematan muchos de los activos nacionales estratégicos.”[8]
[1] . En José Luis Calva (Coordinador). Política
económica para el desarrollo sostenido con equidad. Tomo I. Ponencia de John
Saxe-Fernández: “El Banco Mundial y el FMI en México: el nuevo monroísmo.” Casa
Juan Pablos, Universidad Nacional Autónoma de México e Instituto de
Investigaciones Económicas de la UNAM. México, 2002. p. 42.
[7] . Ob. Cit. P. 46.
[8] . Ibid.