La política es adjetivada como social, económica, pública, y otros calificativos más; pero en esencia expresa las ideas, posiciones, decisiones y prácticas de individuos y grupos con intereses de clase concretos.

El nacionalismo revolucionario



Entre las instituciones creadas por el Estado revolucionario la Secretaría de Educación Pública ocupa un lugar especial; fundada el 25 de junio de 1921 durante el gobierno de Álvaro Obregón fue alentada por José Vasconcelos. El proyecto educativo surgido de la revolución iluminó el nacionalismo y la cultura. Vasconcelos concibió un proyecto educativo y cultural nacionalista anclado en la historia milenaria de los pueblos originarios, tarea en la que contó con el apoyo político y financiero del Estado.
Vasconcelos concibió que el magisterio se habría de comportar como los misioneros de la época colonial, debían predicar el evangelio de la enseñanza entre el pueblo y emprender una santa cruzada contra la ignorancia, para regenerar a la nación; los educadores y los artistas debían trabajar sin adular al poder. En esa tarea las mujeres jugaron un papel esencial, de entonces data la figura femenina como símbolo del magisterio. Se instrumentaron cursos de invierno para los profesores, y Misiones Culturales para promover la enseñanza del civismo y el patriotismo entre la población indígena y rural del país.
Para Vasconcelos la educación y la cultura eran indisolubles. A la gran obra educativa y cultural no solo incorporó a los profesores, también incluyó a pintores, músicos, licenciados, arquitectos y antropólogos. La idea era formar ciudadanos con una ideología colectiva inflamada de un espíritu patriótico y nacionalista. La escuela, las artes y los libros eran un instrumento de regeneración nacional. Para ello propuso crear un espacio cultural en el que cupieran todos los habitantes del país. Las artes populares fueron revaloradas como representación del alma popular y de la identidad nacional. Se impulsa una política cultural de Estado, creando instituciones públicas que fueron absorbiendo las tareas educativas y culturales que en el pasado estaban reservadas para los ciudadanos. Esta es una de las bases que sustenta el nacionalismo en las siguientes décadas. En tanto, los artistas y creadores ya no son atraídos por el esplendor europeo y se quedan en el país. Después de 1917 el faro que alumbra la cultura en México ya no se ubica en Europa, sino en lo más profundo del legado mexicano rescatado paso a paso por el Estado, y se vincula a la política de integración nacional. Las paredes de los edificios públicos son iluminados por los muralistas con temas que rescatan la historia de México; por primera vez los campesinos, los obreros y los indígenas alternan con sus explotadores y las figuras políticas de nuestra historia. La revolución de 1910 1920 “es el disparador de este renacimiento cultural y nacionalista.” (1)

Con la consolidación del Estado, surgido de la Revolución que inició en 1910, la revolución misma se convirtió en una ideología que permitió justificar el derecho al ejercicio del poder político. Esta ideología se utilizó como instrumento de dominación y control político.
Con la creación del Partido Revolucionario Institucional (PRI) surgió el mito de la revolución institucionalizada, esto es la continuación de la revolución desde el poder mismo. El Partido, así con mayúscula para patentizar su carácter de institución del Estado (Partido de Estado), enajenó la voluntad popular y de las organizaciones sociales y expresó el nacimiento revolucionario de la burguesía, dicho sin el menor sentido peyorativo. Esta clase fue un caso excepcional en América Latina pues reclamó su derecho al poder en virtud de haber salido victoriosa de una revolución.
La ideología revolucionaria incorporó el legado bonapartista de una revolución continúa que desde el poder redistribuye la riqueza. Eso convirtió al Estado en mediador de los conflictos entre las clases sociales, papel que de vez en cuando asumió pero que pregonó siempre. Sobre la misma base se construyó posteriormente la ideología de un régimen político benefactor (Estado de Bienestar) que se ocupaba de los menos favorecidos socialmente.
Como el régimen político se asumió como el único interprete y ejecutor de los ideales revolucionarios la única acción política o social que podía ser calificada como tal era la suya; la acción de otros agentes sociales era calificada como reaccionaria. Tanto los grupos de izquierda como los de derecha recibieron tal denominación. Eso le dio la oportunidad al régimen en el poder de ubicarse en un imaginario centro político que lo alejaba de los extremos, los cuales por definición eran malignos y a quienes allí se situaba eran extremistas. De esa manera se descalificaba las protestas de esos grupos y de todos aquéllos que disentieran de la voluntad suprema.
No podía ser de otra manera, el Estado revolucionario era legítimo porque expresaba la voluntad de todos los sectores sociales que eran aglutinados por El Partido, término que era pronunciado de forma tal que excluía la existencia de otros partidos. La inexistencia política era la pena para quienes se atrevían a organizarse políticamente fuera de las filas oficiales. Como expresión de la voluntad general ---ya dijimos que lo que estaba fuera de El Partido no existía--- El Partido y el régimen político en que se materializaba su poder encarnaban la voluntad de la patria. Toda acción contra El Partido y su gobierno se juzgaba como una acción contra la patria. Para que no quedara ninguna duda de la identidad entre El Partido y la patria, aquél se enfundó en los colores de la bandera nacional, por lo que votar contra El Partido equivalía a votar contra la patria.
Aunque el origen del Partido de Estado data de 1929 la plena constitución ideológica como tal se conformó durante los años que van del fin del gobierno de Manuel Ávila Camacho al entronizamiento y esplendor del régimen de Miguel Alemán. Es en estos años cuando se consigue anular la voluntad de otros y se pasa a expresar la voluntad de todos y a monopolizar el ideario nacional y, con ello, del ser nacional.
Esa operación ideológica requirió otra más que permitió confundir el concepto de Estado Nacional con el de régimen político priísta, de tal forma que ante esa confusión los empleados de la burocracia estatal se identificaron a sí mismos como miembros del partido gobernante. La confusión se había generado desde 1929 cuando el gobierno impuso una contribución a los burócratas para financiar al recién constituido Partido Nacional Revolucionario.
Esos procedimientos impidieron consolidar en México a todo lo largo del siglo XX una democracia de tipo Occidental, con un sistema político representativo, realmente pluripartidista, que permitiera la alternancia en el poder.
El nacionalismo revolucionario fue una ideología de dominación político-cultural. Por eso es que su acción fue penetrante en ese plano. Nos impuso la veneración de los héroes en un panteón en el que tuvieron cabida héroes reales y ficticios, personajes que no compartían en absoluto los mismos ideales, incluso algunos que combatieron encarnizadamente entre sí. Todos fueron igualados ante nuestros ojos obstaculizando la comprensión de la historia patria.
Se nos impuso una visión de la historia que luego fue calificada como historia de bronce, debido a que los héroes se convirtieron en estatuas, dignos de ser admirados por irreales y carentes de defectos. Los personajes de la historia se convirtieron en mitos, demasiado perfectos para ser simplemente seres humanos. En esa lógica la nomenclatura de calles, plazas, centros cívicos, recintos oficiales y unidades deportivas de todas las ciudades y pueblos del país se llenaron con los mismos nombres de los prohombres.
La historia local con sus personajes, hechos, ambiente y cultura regional significativos sólo tuvo cabida en la medida en que se ajustaba a la historia nacional, propiamente a la historia de bronce.
Con ese arsenal ideológico-cultural el Estado se encargó de educar a niños y adultos. Entendió por educación cívica la formación en los valores escogidos por el régimen político y convenientes a él. Impuso la obediencia como espíritu cívico y anuló la capacidad de comprender de varias generaciones. Se trató de una ideología absolutista, autoritaria y opresiva que todavía hoy forma parte de la cosmovisión de los mexicanos.
El mérito de la ideología revolucionaria es que fue compartida por la mayor parte de la sociedad, con las excepciones que tenía que haber, pero que no ponían en duda la hegemonía de los dueños del poder.
Tras el colapso económico de 1982 y el terremoto político de 1988 los presupuestos ideológicos del régimen se cimbraron desde los cimientos. Ese año arribó a la presidencia de la república un personaje carente de legitimidad política, quien sin reparar en la impopularidad que el asalto al poder le había generado, o quizás por eso mismo, modificó el proyecto que el nacionalismo revolucionario había consensado-impuesto como nacional.
El grupo de Carlos Salinas adoptó una nueva ideología que no fue consensada con los otros sectores del régimen político, desarticuló el sistema de equilibrios y compensaciones construido a lo largo de los años y esperó pacientemente que la bonanza económica que generaría el neoliberalismo llegara. El espejismo duró poco y el resquebrajamiento del viejo régimen se volvió a sentir con mayor fuerza que seis años atrás. Tras otro sexenio errático se presentó el desenlace definitivo que ya es conocido.
Lo significativo no es sólo que el PRI haya perdido el poder, sino que no se ha construido un nuevo proyecto político-cultural que sea compartido por la mayoría de los mexicanos. Es así que el espacio que ocupó el nacionalismo revolucionario está vacío. Las promesas de democracia electoral y alternancia política no son suficientes para resolver las demandas de millones de personas que sintieron al nacionalismo revolucionario como un proyecto más cercano a sus necesidades materiales y a su ubicación en la vida.
Ante la ausencia de un proyecto que resuelva los problemas fundamentales del pueblo de México es posible que los usufructuarios del proyecto fenecido revivan algunas de sus añejas promesas. Ese es el vacío que pretenden llenar los herederos ideológicos del tipo del ex presidente de México Luis Echeverría Álvarez, quien ha dicho que "`No se va morir la Revolución Mexicana porque algunos hayan dejado de mencionarla;'" Y la vinculó con la soberanía nacional, la salud, la educación y el empleo igualitario para todos los mexicanos, "`sin concesión de ningún tipo'". Como si durante su gobierno hubiera observado una conducta política igualitaria y no hubiera hecho grandes concesiones al gran capital financiero; basta recordar la aprobación de una legislación favorable a la creación de la llamada banca múltiple. Otro alegato semejante expuso hace unos cuantos años el ex presidente José López Portillo al autodesignarse como el último presidente de la Revolución Mexicana, siendo que los historiadores la habían enterrado más de tres décadas antes del inicio de su régimen.
Para David Brading el nacionalismo mexicano está en crisis y sus temas se gastaron, aunque confiesa no estar interiorizado de lo que pasa hoy en México considera que con la globalización de la economía cualquier nacionalismo entra en crisis. (2) Sería conveniente limitar el alcance de su afirmación, pudiera ser cierto si se refiere al nacionalismo revolucionario, pero no tanto para el nacionalismo mexicano.
Un estudio realizado en el año 2000 parece ir en un sentido distinto. La globalización y los flujos supranacionales propiciados por ella en los ámbitos de la sociedad, la economía y la cultura, no están inhibiendo los procesos nacionalistas, más bien los están reflejando de manera superlativa. La hipótesis podría tener sustento, pues hoy en día los países más grandes de América Latina han elegido gobernantes nacionalistas. La Encuesta Mundial De Valores (EMV), realizada en México por el Grupo Reforma, encontró que el 79 por ciento de la población mexicana se siente orgullosa de su nacionalidad, mientras que en 1990 era apenas el 55 por ciento. Otro dato digno de consideración es que la pertenencia a distintos segmentos sociales no se traduce en manifestaciones nacionalistas distantes, considerando el nivel de estudio tenemos lo siguiente: quienes tienen estudios superiores representan el 81 por ciento, y los que poseen el índice más reducido de escolaridad constituyen el 74 por ciento, entre ambos segmentos se encuentran tanto los que carecen de escolaridad como los que estudiaron nivel básico y medio. Lo mismo ocurre si se toma en consideración otros indicadores, tales como el género, la edad y la región. Por género los hombres son apenas un poco más nacionalistas que las mujeres, 80 y 78 por ciento respectivamente. Por edad la población menos nacionalista se ubica entre 20 y 29 años, en tanto que la población mayor a 70 años tiene los índices más altos: el 86 por ciento. Por regiones: la zona sur posee el índice más elevado, el 81 por ciento, la zona norte el 80 por ciento, y la zona centro-occidente el 79 por ciento. (3)
Otro estudio del Grupo Reforma efectuado en el mes de agosto del año 2000, apenas poco después de la elección presidencial, revelaba lo siguiente: el 66 por ciento de los mexicanos creían que el sistema político mexicano ya era democrático contra el 42 por ciento de dos meses antes y el 38 por ciento del año 1999. El artículo del Grupo Reforma aventuró una conjetura: se estaba viviendo una transferencia de los valores nacionalistas hacia los valores democráticos. De ser cierta esa suposición, la elección presidencial del año 2006 habría roto esa transferencia de valores, pues más del 40 por ciento de la población mexicana está convencida de que hubo un fraude electoral en la elección presidencial. En diciembre de 2007 el 60 por ciento de los mexicanos pensaban que si las elecciones fueran en ese momento serían algo sucias, muy sucias o fraudulentas, mientras que en julio de 2006 era el 33 por ciento. (4)
El intento por ceder el petróleo al capital monopolista mundial no es reciente, paso a paso el gobierno mexicano ha ido avanzando en ese rumbo. En el mes de marzo de 1996 decía Luis González Souza que la globalización estaba convirtiendo al nacionalismo en palabras superfluas cargadas de retórica; la llamada modernización estaba profundizando el atraso y la desnacionalización. En ese momento el gobierno de Ernesto Zedillo estaba cediendo la petroquímica en un proceso calificado por nuestro autor como un acto irracional del moderno desnacionalismo mexicano: “Siendo más globalizador que las potencias globalizadoras; tragándose por completo el anzuelo neoliberal, el bloque gobernante en México se apresta a culminar la privatización/extranjerización de la mismísima industria petrolera.” Valora el nacionalismo mexicano como la última tabla de salvación para seguir existiendo como comunidad con identidad propia, identidad afianzada en los lazos culturales. Considera la nacionalización de la industria petrolera, decretada el 18 de marzo de 1938, como “parte de las mejores tradiciones culturales de México”, y valora las capacidades adquiridas en el manejo de la industria petrolera como “ingredientes clave del nuevo nacionalismo requerido”. Por razones de seguridad nacional, de orden cultural y como palanca de desarrollo es indispensable conservar la industria petrolera bajo el control de un Estado dirigido por hombres honestos, eficientes y con espíritu democrático. (5)
En otro artículo aparecido en el mismo diario, el mismo día, Emilio Zebadúa menciona una encuesta efectuada por el periódico Reforma, en la cual el 70 por ciento de los mexicanos considera a Pemex como una empresa estratégica para la soberanía nacional. Esos datos fueron refrendados por varias manifestaciones de protesta contra el intento de privatizar la petroquímica, ocurridas el 18 de marzo, aniversario de la expropiación petrolera, en varias ciudades petroleras del país, entre las cuales cabe mencionar a Coatzacoalcos, Poza Rica, Minatitlán, Ciudad Madero, Tampico y Salamanca. La jugarreta del gobierno consistió en reclasificar los productos petroquímicos, catalogando como productos secundarios los que en realidad son primarios, para deshacerse de los productos petroquímicos primarios. En esos días el gobierno de Ernesto Zedillo había comprometido las exportaciones petroleras de México con Estados Unidos, como garantía del rescate financiero. La venta de la petroquímica no tenía el objetivo de “fortalecer a Pemex”, como declaró ese gobernante, sino atraer recursos económicos a un régimen político urgido de billetes verdes. Zebadúa también evalúa a la industria petroquímica como “el último bastión de la soberanía”. Por su parte, Andrés Manuel López Obrador propuso en Villahermosa Tabasco, ese mes de marzo de 1996, la idea de “unir esfuerzos para proteger la soberanía nacional con base en aportaciones pequeñas e individuales, en especie o en dinero. Una acción así demostraría por sí sola que el nacionalismo es un sentimiento histórico que le pertenece a la sociedad y no al gobierno.” Ese esfuerzo y esas aportaciones estarían dirigidas a preservar la propiedad de la petroquímica para la Nación. (6)

Referencias:
1.La Jornada, 4 de agosto de 2004. Artículo de Enrique Florescano: “El Nacionalismo Cultural 1920 1934”.
2.La Jornada de en medio. 26 de agosto del 2000. Sección: Cultura.
3.MURAL. 15 de septiembre del 2000. P. 12 A
4.Sergio Aguayo, programa Primer Plano, del 14 de enero de 2008.
5.La Jornada, 21 de marzo de 1996. Luis González Souza: “Petróleo y nuevo nacionalismo”.
6.La Jornada, 21 de marzo de 1996. Emilio Zebadúa: “Petróleo y Nación”.
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