La segunda guerra mundial no dejó de impactar
a México. Las necesidades que trajo consigo la guerra propiciaron el incremento
de las exportaciones de México hacia Estados Unidos. Esta circunstancia más la
política redistributiva del cardenismo influyó en un crecimiento sostenido del
producto interno bruto mayor al 5 %, promedio anual, a lo largo del sexenio
gobernado por Manuel Ávila Camacho. El resultado dio lugar al espejismo de
haber encontrado la ruta segura al desarrollo; de allí hacia delante se postuló
al inversionista privado, nacional o extranjero, como un agente promotor del
desarrollo y a la expansión industrial como un objetivo a alcanzar; para
favorecer al nuevo sujeto del desarrollo se diseñó toda una estrategia oficial
que lo eximió de impuestos y lo liberó de la presión de los sindicatos y de la
competencia externa. Sin embargo, la inflación acumulada obligó al gobierno a
devaluar la moneda en dos ocasiones y a diseñar una estrategia correctiva.
Ahora la propuesta fue mantener o incrementar el crecimiento
económico con estabilidad de precios (desarrollo con estabilidad). El
desarrollo Estabilizador, como se conoció esta filosofía económica-política,
otorgó nuevos incentivos al capital: subsidios en transportes, energía
eléctrica, petróleo, estímulos fiscales, sin contar una legislación protectora
que los libraba de enfrentar la competencia con el exterior y les brindaba un
mercado cautivo. El Estado se autodefinió como Promotor del Desarrollo. Para
mantener los estímulos y apoyos al capital privado el Estado se endeudó en el
exterior. Eso permitió un largo período de relativa estabilidad de los precios
y de estabilidad monetaria. Pero se trató de una estrategia que no era sana,
pues se alcanzó la estabilidad interna a costa de la inestabilidad externa.
Los factores que favorecieron la estabilidad fueron la
concurrencia de los inversionistas externos y la decisión de los bancos
extranjeros de otorgar créditos al gobierno mexicano; eso le permitió a éste no
recurrir a prácticas inflacionarias para financiar el gasto público, pero
volvió dependiente al Estado mexicano de los recursos externos.
Uno de los principales impulsores del desarrollismo, el ex
secretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena, definió los objetivos de esa
estrategia: a) crear ahorro voluntario interno, b) asignar los recursos
públicos de inversión de manera adecuada, y c) reforzar los efectos
estabilizadores sobre los desestabilizadores.
El Estado se asignó la tarea de "promover y encauzar el
desarrollo económico", para lo cual incentivó la penetración de capital
foráneo aceleradamente; éste se desplazó de unas ramas a otras, prefiriendo las
de mayor dinamismo; la inversión pública absorbió una parte creciente de la
creación de capital fijo; y una parte de ella se destinó a la construcción de
obras de infraestructura. Pero, en cambio, el porcentaje de inversión para
beneficio social se mantuvo bajo.
La política orientadora del Desarrollo Estabilizador tenía una
base ideológica tecnocrática, consistente en: a) aumentar el volumen de la
producción de cada hombre que fuera ocupado; b) incrementar la inversión de
capital para aumentar la productividad, lo cual supuestamente redundaría en el
mejoramiento del ingreso real de la fuerza de trabajo; c) mantener utilidades
altas para el capital; d) la política económica se dirige a incrementar la
acumulación de capital, no a resolver las necesidades sociales, lo cual se
justifica aduciendo el crecimiento del producto; una política económica pensada
para la acumulación de unos pocos, no para la satisfacción de las necesidades
de todos los agentes económicos, con justa razón ha sido rebajada con el
concepto despectivo de desarrollismo; e) la generación de capital aumenta pero
su distribución escapa al control del Estado, el resultado es que desde
entonces éste recurre al endeudamiento público como recurso para financiar el
gasto deficitario; el Estado renuncia, además, a cualquier recurso de reforma
tributaria para financiar internamente sus gastos y echa mano del encaje legal
(deuda pública interna); con ello condena su autonomía financiera futura.
Al doblar la década de los sesenta a la década de los setenta el
desarrollismo inicia su crisis, pero el nuevo presidente, Luis Echeverría,
intenta reformarlo y relanzarlo. Diseñó, entonces, la estrategia del Desarrollo
Compartido. Básicamente proponía a) mantener el crecimiento económico y
redistribuir una parte del ingreso; b) reforzar las finanzas públicas y las
paraestatales; c) reorganizar las transacciones con el exterior y reducir la
deuda externa; d) modernizar la agricultura ---"que solo los caminos
queden sin sembrar" decía un cartel publicitario--- y aumentar los
empleos; y e) volver racional el desarrollo industrial, lo cual implicaba que
la industrialización nos había negando el desarrollo.
A pesar de los buenos propósitos el desarrollismo se había vuelto
inviable porque se financió con recursos externos, descuidó obtener los
recursos de quienes los tenían en el país, y sus principales beneficiarios
dilapidaron el producto del trabajo de los mexicanos; aparte de eso, el Estado
había asumido una pesada deuda externa que lo obligó a renunciar a su papel de
promotor del desarrollo para darse uno más modesto como rector del desarrollo
nacional. La crisis que estalló en el año de 1982 lo despojó de sus pretensiones
y lo colocó ante la tesitura de declarar la moratoria del pago de la deuda
externa. Hacia el año de 1984 el Estado mexicano hizo agua y rápidamente inició
el abandono de la política desarrollista que hasta allí se había mantenido en
sus aspectos esenciales. El viraje fue brusco se abandonó el lenguaje
nacionalista y se adoptó el de la globalización.